“No quiero vivir en una ciudad cuya única ventaja cultural es poder girar a la derecha con el semáforo en rojo” (Woody Allen).
Muchas costumbres deplorables alcanzan alturas de consagración mediante su repetición frecuente, así sin más, como si hubiéramos nacido dispuestos orgánicamente a tropezar socialmente con la misma piedra, darse de boca en el pavimento y seguir tan campantes cultivando esa miopía selectiva que envilece el ambiente, sin trauma ni culpa. Pero entremos al apartado de los ejemplos.
Apenas asoma el cliente la nariz y cruza la puerta, el ambiente tranquilo y acogedor del café o restaurante cambia. Una verdadera carga de caballería en forma de sonidos que pasan por musicales lo ataca por todos lados, reduciéndolo a una masa temblorosa con taquicardia, náuseas y deseos de salir huyendo.
A pregunta expresa, el empleado explica que el patrón les exige que enciendan los motores musicales a la primera aproximación del posible cliente, no se sabe si para correrlo o para ambientarlo.
Se le solicita al trabajador que baje un poco el volumen del sonido quien, con aire confuso, acata y complace la petición. Así, tras eventuales elevaciones y descensos de decibeles, se desarrolla el servicio. El cliente resulta ser una oreja cautiva de los arrebatos melódicos del empleado o de la escasa consideración y tacto del propietario.
Sucede que en un local en el que predomina el sonido impuesto, la voluntad del cliente queda nulificada y cualquier conversación resulta en un concurso de gritos y gesticulaciones. La comunicación se pierde mientras que el ambiente del establecimiento crece en incomodidad.
Y qué decir de los lugares donde el empleado o el encargado despliega su vida social sin recato, tomando como rehenes a los eventuales concurrentes mediante el uso de su teléfono “inteligente”, en el que desarrolla una charla con el altavoz abierto, con las sobadas frases chabacanas y las risas altisonantes que en mucho contribuyen a la vulgaridad del diálogo.
O cuando en un local pequeño con dos o tres mesas y la barra donde se encuentra algún mostrador, exhibidores y equipo de cómputo, al encargado se le ocurre usar una de las mesas como escritorio. Aquí, el cliente resulta ser un estorbo para el feliz viaje gerencial donde el espacio está disponible de acuerdo con el humor de quien lo administra.
En la calle, los equipos de sonido proyectan una indescifrable y caótica cacofonía a las afueras de los negocios establecidos en el área. Diferentes capacidades, volúmenes, formatos, mezclados en una amenaza para el cliente potencial que ve alterados sus nervios al estar luchando su cerebro contra cada retazo sónico que golpea sus neuronas con la contundencia de un grito estentóreo: ¡no te entretengas viendo la mercancía!, ¡no pienses!, ¡no compares!, ¡no seas un consumidor informado! La contaminación por sonido es tan real y riesgosa como cualquiera otra. Pero en el ambiente de los cajeros automáticos también se cuecen habas.
Peor asunto cuando usted requiere los servicios de un albañil porque, como primera acción, el susodicho pone a funcionar su radio, grabadora o lo que sirva, para abrir un boquete a la normalidad de su hogar, generarle broncas con el vecino y hacer polvo sus expectativas de paz y tranquilidad.
En otro escenario, usted espera con paciencia de camello filósofo su turno en el cajero, observa que el cliente ha concluido su operación y, sin embargo, sigue ahí. Cuenta varias veces el dinero recibido, imprime el comprobante, pero termina reintroduce su tarjeta, digita de nuevo la contraseña, solicita saldo y tras larga pausa se dispone a imprimir. Los minutos corren instalados en una burbuja de autismo bancario.
Peor asunto cuando usted espera su turno en la ventanilla bancaria y la amable y eficiente cajera atiende a un cliente frecuente, anecdótico, simpático, dicharachero, de confianza, pues. La buena vibra alcanza niveles de chacoteo informal, de buenaondismo familiar, mientras usted y muchos más esperan maldiciendo tanta cordialidad en horario de oficina.
La ciudad, sucia y tumultuosa, después de todo es asiento de valores, cultura y tradiciones. Parece que el ser víctima de la ignorancia, la estupidez y la mala educación es parte del paquete de situaciones que muchos consideran el precio que hay que pagar por vivir en una ciudad con amplias posibilidades de crecimiento. Pues muy bien, pero qué tal si acompañamos el crecimiento con desarrollo.
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