“La manipulación mediática hace más daño
que la bomba atómica, porque destruye los cerebros” (Noam Chomsky).
La oleada vacacional en las playas de Sonora,
tanto como en su momento las compras de pánico de cerveza, ha sembrado temores
que en este caso están fundados en evidencias tangibles: los lugares con mucha concurrencia
pueden representar un riesgo alto de contagio.
Desde luego que para que se de este
problema, alguien debe estar infectado y su trato con los demás sanos debe ser
a corta distancia, de manera que haya intercambio de fluidos o aerosoles al
hablar, estornudar o toser en la cercanía de la víctima potencial.
Las playas en sí, en tanto espacios
abiertos, no son problema, como tampoco lo son los parques, jardines y vía
pública. El problema surge cuando enfermos y sanos comparten el espacio público
en condiciones de proximidad. Por eso se recomienda la sana distancia y el
lavado de manos frecuente.
Aquí cabe señalar que el afán playero de
los sonorenses puede ser positivo para dos cosas: para los vendedores de
alimentos y otros productos a pie de playa y para los laboratorios que hacen
las pruebas donde se demuestra qué tan bien la estamos llevando.
El caso es que el comercio en el entorno
urbano (excepto el de la salud) ha sufrido una especie de poda y su tamaño se
ha reducido sensiblemente. Muchos negocios no podrán abrir nuevamente sus
puertas mientras que otros tendrán que hacer un replanteamiento de sus
estrategias de venta, sistemas administrativos, de personal, entre otros
aspectos.
Quizá la “nueva normalidad” sea un
concepto que no entendemos por estar anclados en otras condiciones que, según
se ve, ya pasaron a la historia; pero no sólo debe replantearse la relación
comercial sino la personal, en el entendido de que los besos, abrazos,
apretones de mano y apapachos son fuente altamente sospechosa de peligro.
Así como el virus, la paranoia también
parece haber llegado para quedarse y vemos el surgimiento de nuevas formas de
expresión religiosa que, en cuanto tales, no requieren de demostración
científica o argumentación técnica, sino que les basta para ser creídas y
defendidas la existencia de un dogma: en este caso, el poder salvífico del
cubrebocas.
Nadie niega la utilidad de este trozo de
tela en espacios cerrados o poco ventilados o cuando no es posible guardar la
sana distancia, pero afirmar (como lo hacen los “cubreboquistas”) que se debe
portar dicha prenda en todo tiempo y lugar, pasa de ser una medida preventiva a
una creencia dogmática, que también sirve como una bandera política para
criticar, atacar y descalificar al presidente de la República, la Secretaría de
Salud y el papel de la OMS-OPS en esta contingencia sanitaria.
¿Se sentirán realizados quienes se ponen
de repente la bata virtual de médico epidemiólogo o infectólogo, para declarar
herejes a los funcionarios federales que limitan su uso a determinadas
condiciones y lugares? ¿Buscarán una especie de realización profesional instantánea
al atacar a los especialistas y tratar de corregirles mediáticamente la plana? ¿Las
explicaciones del doctor Hugo López-Gatell ni se ven ni se oyen?
Por otra parte, los datos duros muestran
que, además de una economía vulnerada por las llamadas “reformas estructurales”
de Peña Nieto y la cauda de cesiones de soberanía del período neoliberal, la
debilidad mayor de la salud de nuestro pueblo es tener hábitos alimenticios muy
saludables para las finanzas de las transnacionales comercializadoras de
chatarra (refrescos, repostería, comida rápida, entre otros), pero
terriblemente nocivos para la salud de los consumidores.
Nuestro país tiene lugares destacados en
la incidencia de enfermedades como la obesidad, diabetes, hipertensión,
enfermedades coronarias obstructivas, tabaquismo y diversos tipos de cáncer.
Es justamente por eso que se aprobó el
etiquetado obligatorio de productos de dudosa calidad alimenticia, con el
consecuente alarido histérico de los empresarios del ramo y la cauda de
periodistas que obran como sicarios informativos dedicados a labores de
infodemia. ¿Se imagina usted un pueblo consumidor informado y consciente del
contenido de lo que compra?
Así pues, entre la poca responsabilidad
de ciudadanos que acuden en tropel a las playas y dejan su deplorable huella de
basura, que no cuidan la sana distancia y que se sienten ajenos a cualquier
medida precautoria, y las autoridades que no siguen las directrices de la
autoridad federal de salud, más los funcionarios dedicados al implementar
medidas tan autoritarias como inútiles, y la cauda de fieles del dogma ”cubreboquista”,
motivado por la ignorancia y la coerción contra el ciudadano, tenemos un cuadro
donde cabe preguntarse: ¿será que no tendremos remedio?
La epidemia ha destapado algunos
problemas que permanecían ocultos gracias a lo que entendíamos como normalidad,
a la inercia, la poca reflexión social, la impreparación de las autoridades locales
y su desprecio al ciudadano y, sobre todo, los mecanismos de alienación social entre
los que destaca la publicidad comercial, la prensa mercenaria y una muy escasa
información útil al alcance del ciudadano, alimentado, como vemos, por el miedo
y la desconfianza.
La epidemia se nos presenta como una
oportunidad de replantear nuestra visión sobre el estado y la ciudad. Pero, ¿realmente
estamos interesados en hacerlo?
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