Se sabe que estamos en medio de una
epidemia ocasionada por un bicho microscópico de la familia de los coronavirus que
produce una enfermedad respiratoria parecida a la neumonía llamada Covid-19.
Sabemos que existen una serie de medidas
que se recomienda a la población para evitar el contagio y atenuar la
transmisión de la enfermedad.
También sabemos que en cada estación
surgen epidemias que van desde alergias a tipos de gripe donde generalmente se
deja un saldo de centenas o miles de muertes, y que en cada evento las autoridades
hacen las advertencias del caso.
En todos los casos resulta poco sensato
optar por inducir el pánico en la sociedad porque así es fácil cometer errores en
el manejo de la contingencia y, adicionalmente, propiciar abusos y actos vandálicos,
de manera que el alarmismo debe evitarse por razones de salud y paz social.
La alarma que se generaliza tiende a
convertirse en histeria colectiva, es decir, un estado mental que nace, crece,
se reproduce y, a querer o no, ocasiona la muerte del sentido común de sus víctimas.
Lo anterior viene al caso cuando vemos que algunas acciones parecen ser por
cuenta de particulares y no tanto por recomendaciones o instrucciones directas
del gobierno, en este caso la Secretaría de Salud.
Casa Ley, por ejemplo, tuvo la
ocurrencia de limitar el acceso a las personas de la tercera edad estableciendo
un horario de atención de 8 a 10 de la mañana, según reporta un cliente
discriminado. ¿De dónde salió la genial idea de coartar la relación entre
oferentes y demandantes o, en otras palabras, entre vendedores y compradores?
¿El dinero de los viejos vale en horarios establecidos por alguna gerencia llevada
por el entusiasmo prohibitivo, o tal cosa responde a alguna instrucción de “la
autoridad”?
En algunas tiendas tipo almacén o
supermercado se les ocurrió poner cintas que restringían el acceso de los
clientes a ciertos productos considerados “no esenciales”, como si en la
cuarentena no se pudiera fundir un foco o no fuera necesario comprar un plato o
un sartén, entre otros bienes de consumo doméstico.
Las babeantes disposiciones que en algunos
casos se justifican exhibiendo un cartel donde atribuyen la responsabilidad a
las autoridades, tarde o temprano resultan desmentidas y desautorizadas por la
misma Secretaría de Salud, toda vez que el funcionamiento de los comercios
esenciales es recomendado y autorizado por el gobierno en el marco de la
emergencia sanitaria.
Parece que en las actuales
circunstancias a la gente le da por prohibir algo, lo que sea con tal de protagonizar
siquiera un pequeño papel en el drama del Covid-19. Y es claro que habiendo
reflectores, cámaras y micrófonos no sólo locales sino nacionales, algunos
empresarios con mentalidad de lombriz intestinal cedan a la tentación de
ejercer actos de autoridad sin serlo.
El sentido común sugiere que entre más
normal sea la operación del comercio en cuanto al abasto de bienes y servicios,
mejor se podrá sobrellevar la contingencia.
La tentación de prohibir o limitar el
acceso a servicios, actividades y la simple movilidad ciudadana para cuestiones
que son esenciales tanto en períodos de normalidad como de emergencia sanitaria
es muestra del subdesarrollo intelectual y emocional tanto de particulares como
de autoridades, situación que por desgracia vemos en la entidad. Se gobierna
mejor con la gente, no contra ella.
En este sentido, vale más trabajar en
labores de información oportuna, orientación clara y dejar en paz las tentaciones
de carácter autoritario. El ciudadano debidamente informado generalmente responde
a los llamados de las autoridades, sin necesidad de amenazas o que los cuerpos
uniformados hagan de vaqueros arreando al rebaño humano mediante bocinazos y
sirenas acompañados de advertencias catastróficas. Los ciudadanos no son vacas.
Más respeto.
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