"El mundo actual capitalista tiene como referente el
dinero, de todo hace mercancía. Vivimos en un momento de transformación y la
ciencia es la punta de lanza" (José Luis Sampedro).
El alarido principal entre los clamores
de una sociedad tundida por el crimen organizado, la voracidad de los
funcionarios enloquecidos con el puesto, las lamentaciones de un pueblo
acostumbrado a rumiar viejas y nuevas carencias y frustraciones, es el dinero.
Si hablamos de progreso y bienestar, de inmediato aparece en la mente colectiva
la imagen de un signo de pesos; si se trata de salud y seguridad social, se
oyen en el acto sonidos metálicos que insinúan una avalancha de monedas,
acompañada, desde luego, por el suave crujir de los billetes de banco. El grito
unificado de marchas y manifestaciones es ¡dinero!
Nos hemos convertido en una sociedad
donde los únicos signos de valor reconocibles son los emitidos por el Banco de
México y organismos similares en el nivel internacional. Las divisas y otros
medios de cambio portan el valor de nuestras sociedades y concentran la
atención de países y continentes: sí, el dinero no es la vida, pero cómo la
facilita.
No hay conversación informal o en la
austera e imponente majestad de los recintos de gobierno donde el asunto de los
recursos no sea el tópico obligado, la preocupación central, el desencadenante
non de las gastritis, colitis o úlceras duodenales; o calvicies precoces, tics
nerviosos o ataques de histeria en el pueblo llano o las altas esferas del
gobierno y la administración.
Ya ve usted que en la jerga popular se
recogen expresiones como “con dinero baila el perro”, “cuánto tienes, cuánto
vales”, “dinero mata carita”, entre otras reveladoras de la atención que le
concedemos al asunto, y buena parte de nuestra cotidianidad se centra en la
búsqueda de satisfactores de sin el dinero contante y sonante o el crédito
serían difíciles de conseguir.
Los gobiernos han coincidido en que el
problema central es la producción de dinero, a través del aparato productivo y
una sabia manera de despanzurrar al competidor cercano o lejano, por lo que de
la empresa libre se pasó al grupo de empresas unidas bajo la misma dirección o
asociadas comercialmente, lo que implicó la necesidad de controlar el espacio
que llamaron olímpicamente “mercado”.
Las luchas por el mercado reconfiguraron
el mapa mundial y la geografía económica regional, dejando un saldo de
vencedores y vencidos que a su vez se reconfiguraron en sucesivas alianzas y
definiciones: bloques comerciales, acuerdos o tratados de comercio,
asociaciones y alianzas para el progreso o la defensa de los espacios
económicos que pronto evolucionaron a la defensa de los derechos humanos y las
libertades ciudadanas.
Economía y política resultaron ser dos
caras de la misma moneda, y el punto discretamente oculto en el discurso fue la
matriz ideológica y política de los postulantes en el concierto internacional.
Al parecer, los modelos centrados en la
producción han recibido no sólo atención sino reverencia por parte de los
gobiernos occidentales, capitaneados en su momento por Inglaterra y después por
los Estados Unidos, su vástago más exitoso. Los gringos nos han persuadido de
que la economía puede tranquilamente convertirse en norma moral, pauta de
conducta y credo religioso, ya que en esta lógica es fácil encontrar que la
economía alimenta los argumentos de la política y las justificantes de la
guerra; es decir, economía y violencia son partes esenciales de un modelo
exitoso donde lo de menos son los intereses ajenos, la historia local y regional,
la cultura, la justicia, los valores morales y la ética ciudadana.
Así pues, tenemos un mundo donde el fin
justifica los medios, que pueden ser desestabilizar un gobierno
democráticamente electo, organizar y financiar grupos terroristas o
delincuentes que trafican con drogas.
El dinero es causa y efecto de luchas
nacionales y mundiales, polo de atracción de las organizaciones que abanderan
causas aparentemente humanitarias, de campañas o guerras “contra el
narcotráfico”, de espionaje internacional, de pactos legales y extralegales con
organizaciones de todo tipo, de calificar o descalificar gobiernos y de
intervenir o desconocer la soberanía de naciones en la mira de los negocios y
futuras inversiones. Un modelo centrado en la producción se vuelve
extractivista y depredador, por lo que el interés de los demás es irrelevante y
subordinado al propio.
En otro sentido, si se cambiara la
preocupación de conseguir dinero por la distribución de este, habida cuenta que
al aparato productivo mundial da para eso y más, tendríamos una sociedad donde
la pobreza podría ser erradicada y, seguramente, no tendría mucho caso la
solución militar a los conflictos económicos disfrazados de políticos.
Una buena idea sería la de ligar programáticamente
los mecanismos y los resultados de la producción a los de la distribución y la
redistribución del ingreso nacional, con lo que se tendría un modelo
distributivo que permitiría no sólo el crecimiento sino el desarrollo de las
sociedades. En todo caso, el eje central sería la distribución del ingreso en
la población, bajo el criterio de la inclusión y la equidad.
Lo anterior supondría la obligación de promover
y proteger el empleo y el ingreso de los trabajadores, la educación pública
gratuita y de calidad, y la garantía de la salud y la seguridad social como
responsabilidad del Estado.
Si se produce para acumular alguien
resulta ganador y muchos perjudicados, pero si se produce para distribuir es
posible que la sociedad cambie positivamente y que los conceptos de democracia,
solidaridad y progreso tengan sentido. En este caso, es apropiado postular que
para tener una sociedad justa e incluyente, primero los pobres.
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