“Los que hacen imposible la revolución pacífica harán
inevitable la revolución violenta” (John F. Kennedy).
Ya ve usted cómo son las cosas. El
segundo día de la Semana Santa ocurre un incendio supuestamente accidental en
la Catedral de Notre Dame de París y de inmediato el mundo se declara
consternado por la catástrofe cultural e histórica que significa. No es cosa
común ver arder más de 850 años de historia arquitectónica envueltas en el
gótico francés. Las vestiduras de Occidente se rasgan con prontitud y, como era
previsible, empiezan a fluir las aportaciones en dinero, de suerte que a estas
alturas ya hay alrededor de mil millones de euros reunidos, cifra que resulta
un tanto difícil de digerir para el hombre de la calle, el ciudadano de a pie,
el trabajador que se parte el lomo diariamente para rascarle el salario mínimo
y prestaciones sociales a veces inexistentes o insuficientes a la dura cantera
de la clase patronal que se dispone a retomar actividades tras unas “merecidas
vacaciones”.
La rápida respuesta del capital a la
tragedia parisina mira a lo alto de la estructura y las torres sobrevivientes
de la catedral como buscando la cara de Dios para hacerle un guiño y decirle
que están, como siempre, presentes y dispuestos a echarle la mano a Notre Dame,
pero su mirada siempre en alto bien debiera situarse en la superficie de la
tierra con toda su simplicidad, con toda su esencia cotidiana que, siendo tan
trivial, trasciende cuando el vigor de un par de pies se ve acompañado por
diez, cien, mil o diez mil que marchan al unísono y dicen: “ya basta de tanta
inequidad, tanta desigualdad, tanta jodida hipocresía”. Sí, como también era
previsible los chalecos amarillos hicieron su aparición y conminan a Macron, presidente
de Francia, a ver hacia abajo, a su alrededor, y que recuerde la historia escrita
por el pueblo francés hacia el final del siglo XVIII. La Revolución francesa
situó en la cúspide del protagonismo político al ciudadano, y transformó para
siempre la forma en que se ve y entiende la autoridad.
En el marco del primer mundo y en la
esfera de las relaciones imperialistas y colonialistas que lograron fortuna y
bienestar para las clases ancladas en el comercio y la industria las
desigualdades sociales siguen presentes. Desapareció la aristocracia como clase
dominante pero el poder queda en manos del capitalista, con distintas formas y
medios pero con la misma petulante distancia respecto al pueblo llano,
independientemente de la igualdad ante la ley de todo ciudadano. Igualdad
formal que no pasa de ser una utopía que alimenta las esperanzas y permite la manipulación
del pueblo, el soberano de acuerdo con la constitución política pero esclavo
asalariado según la estructura laboral que priva en los hechos.
Las actuales revueltas populares
francesas debieran ser una advertencia para el mundo sobre el agotamiento de un
sistema que terminó víctima de sus excesos, por corrupción generalizada, por
injusticias reiteradas, por el desprecio hacia lo humano. Curiosamente, Notre
Dame de París pone los reflectores mundiales en otros incendios, en otro desplome
de techumbres de complicidad y autocomplacencia, en la necesidad de recuperar
valores y de replantear el futuro del pueblo representado por quienes protestan
por la política económica del régimen, por la sordera de quien gobierna, por los
propósitos y formas del quehacer económico y por la política de Estado que
propicia las desigualdades y fundamenta las protestas. Francia nuevamente se
mueve y conmueve al mundo con un incendio que nace de las calles, las plazas y
las conciencias y que invita a repensar y valorar en el actual contexto las
palabras “libertad, igualdad y fraternidad”.
En
nuestro caso, como mexicanos, tras casi 40 años de neoliberalismo, tenemos nuestros
propios incendios, así que ¿podremos ser autocríticos? ¿Seremos capaces de ver
hacia abajo y señalar en nuestro entorno lo que está mal? ¿Tendremos la
voluntad de cambiar lo que deba cambiarse y dejar de lado la mezquindad típicamente
prianista de criticar lo que haga el nuevo gobierno sin mover un dedo para
apoyar lo que sabemos que es justo apoyar? ¿Tendremos el valor de reconocer
nuestra identidad mestiza y ser consecuentes con nuestra herencia nacional o
seguiremos encadenados a un eurocentrismo que nos despersonaliza y nulifica?
¿Podremos reconciliarnos con el pasado y el destino que tenemos como
latinoamericanos?
Ciertamente París bien vale una misa,
pero ¿cuántas vale Acteal, Aguas Blancas, Ciudad Juárez, Pasta de Conchos, la
Guardería ABC, Ayotzinapa, y la contaminación del Río Sonora? Aquí y en
Francia, el pueblo es el soberano, pero falta que hagamos posible que el poder
esté al servicio del ciudadano y no del capital, so pena de un incendio capaz de
acabar con los mismo cimientos de la actual institucionalidad.
Gracias Dario por tu crónica! En efecto, Paris arde, y macron utiliza una represión jamas vista desde la "Commune de Paris" en 1871. El poder no se sostiene más que con esa extrema violencia y ya no puede proclamarse legitimo. Van 23 semanas de marchas pacificas por la mayoría pero ensangrentadas por una policía donde de hecho, se multiplica el numero de suicidios . Para compensar una policía cada vez más cansada y preocupada por el tipo de ordenes recibidas, macron utiliza milicias pagadas extra, utiliza las brigadas anti terroristas super violentas, encarcela miles de gentes, utiliza cualquier pretexto para polemizar sobre algunas palabras que hubieran dicho algunos chalecos amarillos mientras su policia mutila, golpea , gasea los manifestantes sin que haya ninguna represalia. El periodismo mainstream pertenece a los amigos de macron por 95 % de la información difundida y las mentiras dan vuelta 24h ... NA pear de todos esos peligros que corren cada sábado, los chalecos amarillos no están vencidos...Parece milagro ya que la violencia rebasa todos los limites permitidos en una dizque "democracia...
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