viernes, 17 de marzo de 2023

¿EL PAÍS ESTÁ SEGURO?

 

“Nada es más valioso que la independencia y la libertad” (Ho Chi Minh).

 

Con frecuencia leemos que una persona o incluso una familia son atropellados por un carro que se da a la fuga. El exceso de velocidad y una jodida ausencia de empatía, además de una mentalidad enajenada e individualista, hacen posible que se cometa un crimen que puede pasar por accidente.  

De repente, el barrio o la colonia se convierte en una zona de guerra donde se lucha por el mercado de la droga, por el coto de caza del delincuente con sentido territorial, o del vecino violento que descarga su estupidez en el vecindario, o el melómano expansivo que comparte a toda bocina las exquisiteces de su selección musical con olor narcótico, o los grupos de jóvenes que protagonizan el abuso y la agresividad como signo de reafirmación hormonal.

Las calles sudan miseria cívica en forma de un valemadrismo de proporciones épicas, de repercusiones formativas que impactan en las nuevas generaciones, con el agravante de que la contaminación conductual se ve reforzada por la sebosa manipulación mediática y la impudicia que campea en las redes sociales, resumidero de frustraciones convertidas en espectáculo.

El mantra social del “libre desarrollo de la personalidad” suena bien y resuena mejor, pero tras el discurso y la plataforma legal de las libertades se esconde un gusano que parasita la inteligencia y destruye el sentido de pertenencia, la responsabilidad social y la identidad, en un gran ejercicio de ingeniería social que incluye la adopción de nuevos valores y modelos de comportamiento.

En este tenor, tenemos ciudadanos que atienden más a los dichos y los hechos de los diarios, los programas televisivos, y a los opinantes gringos antes que a los connacionales, por lo que los actores políticos buscan afanosamente la visibilidad en foros extranjeros y las protestas locales miran hacia el norte.

La idea de que lo mejor está fuera de nuestro país refuerza la dependencia política e ideológica que se une a la económica, en una especie de camisa de fuerza mental que los medios se encargan de magnificar.

Así pues, no faltará quién aplauda el impulso intervencionista de nuestros vecinos en materia migratoria, seguridad pública, ambiental o de seguridad alimentaria y riesgos fitosanitarios, porque allá “hay legalidad y justicia”, lo que explica que siendo un país soberano nuestras decisiones internas tiendan a pasar por la consideración y simpatía del vecino.

Pero nuestros vecinos tienen más de 800 bases militares alrededor del mundo y el presupuesto de defensa esperado por el presidente Biden rebasa los 835 mil millones de dólares, en una cifra cuyos alcances bien pudieran resolver la pobreza y marginación existente en su propio país y seguramente sería un alivio para el resto del continente.

Es decir, tienen secuestrado militarmente a una buena parte del mundo, controlan las principales vías del armamento y patrocinan a incontables organizaciones cuyos fines no están necesariamente claros aunque con un carácter intervencionista  que se manifiesta en los momentos políticos importantes de los países anfitriones, e intervienen en todas las guerras y conflictos internacionales y pretenden imponer su modo de vida y costumbres, que para eso sirve el dinero y la amenaza armada.

Y qué decir respecto al tráfico de drogas, donde las agencias gubernamentales y los delincuentes tienen una historia común en aras de preservar “la paz y el orden internacional” de acuerdo a las reglas del vecino del norte, lo que permite la intervención en países soberanos pero dependientes.

La violencia que se exporta gracias a los mecanismos de “asistencia y cooperación internacional” impulsados desde occidente explica la compra del equipo y armamento, sea para policías o militares, para el crimen y para quienes lo combaten, en un círculo vicioso en cuyo centro brillan las barras y las estrellas.

Así pues, en el barrio, la ciudad, el estado o el país, en la región o el mundo, la vida gira en torno a la lucha entre nuestra moral, memoria e identidad frente a las de ellos, que insisten groseramente en reescribir nuestra historia, porque creen tener el derecho de hacerlo, y pasan por encima del derecho internacional e ignoran o manipulan los acuerdos y tratados, como recientemente los de Minsk, en el caso de Rusia y Ucrania.

Ya en el plano nacional, es claro que el T-MEC actúa como la cadena, como el cerco político que limita y condiciona nuestra soberanía y, paradójicamente, como la barrera real y evidente que limita nuestro derecho a decidir qué y a quién comprar o vender. Una verdadera negación al libre comercio, además de ser una limitante al ejercicio de la soberanía nacional.

Sin duda, la herencia neoliberal sobrevive gracias a los opositores al cambio, incrustados en el actual gobierno, en eventual coincidencia con los intereses del vecino país que decide, desde su óptica, qué debemos entender por democracia y libertades. Es claro que mientras las cosas no cambien, ni el barrio, la ciudad, el estado, el país o el mundo estarán seguros. Pensemos y actuemos en términos de libertad, dignidad y justicia.

 

 

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