Llama la atención que a estas alturas del partido se sigan talando árboles para dar espacio a anuncios espectaculares, anodinas manifestaciones de furor publicitario, o para dar visibilidad a la fachada de una casa o negocio, entre otras razones banales para atentar contra la naturaleza.
Un área arbolada puesta en el camino de los desarrollos inmobiliarios tiene firmada su sentencia de muerte; un cerro que aporta vegetación y sirve para contener la erosión y favorecer la recarga de agua es, sin duda, una víctima ecológica del acaparamiento urbano.
Nuestra ciudad ha sido escenario de acciones que, vistas en perspectiva, significan darse un balazo en el pie de la sustentabilidad, como lo fue el caso del parque de Villa de Seris que dio paso a una ridícula torta de cemento con pujos modernistas; asimismo, tenemos el desvío del curso del Río San Miguel, la toma por asalto de los terrenos del vaso de la presa A.L. Rodríguez, el cerro Johnson y El Coyote, entre otros.
En medio del desastre urbano, resaltan las labores de rescate de grupos de ciudadanos empeñados en hacer de nuestra ciudad un lugar vivible, saneando ambientalmente espacios que son importantes para la ciudad, como La Sauceda, el parque Madero, y algunos parques y plazas de varias colonias y barrios que luchan contra el abandono y la negligencia de autoridades y vecinos.
La rapiña inmobiliaria avanza hacia los cerros, los espacios verdes, las zonas donde hay posibilidades de conseguir agua (superficial o subterránea) y se construyen conjuntos habitacionales, albercas de lujo, lagos artificiales, paisajes que contrastan con lo que se ve y se siente en una región donde el agua es un recurso limitado, escaso, a veces con presencia eventual y precaria.
En este contexto, resulta enfermizo tratar de sacar provecho de una situación que afecta a todos, al utilizar el espacio urbano como forma material de discriminación por nivel de ingreso y enchufes políticos.
Si recientemente se descubrió la existencia de un cartel inmobiliario donde estaban coludidos notarios y funcionarios públicos, ¿qué falta para poner orden en la ciudad, fin al manoteo y recuperar los bienes mal habidos, producto de la corrupción y el silencio cómplice?
¿Por obra de qué o quién se permite el cambio de uso del suelo a empujones de dinero? ¿Qué pasa con la conciencia de quien busca el interés privado cuando se enfrenta al sentido común y al interés público?
¿Cómo explicar de manera racional y moral el agandalle de terrenos por unos cuantos encaramados en el apellido y las relaciones?
¿Cómo justificar el vandalismo en lugares en vías de rescate, como la Sauceda, el parque Madero, las plazas públicas y andadores?
Es de urgente y obvia necesidad retomar y apoyar la labor de personas que hoy, como en el pasado, defienden con la palabra y la acción al árbol, y lucharon por las condiciones que hacen posible la reproducción vegetal en nuestro entorno.
Aquí es necesario recordar con afecto y respetuosa consideración al Ing. Amós Ruiz Girón (1902-2000), llamado en su momento “el apóstol del árbol”: español de nacimiento, defensor de la Segunda República, exiliado político y hermosillense por adopción, acucioso lector de Sor Juana Inés de la Cruz, maestro universitario, decidido luchador en favor de la preservación y cuidado de las especies vegetales, y un ser humano excepcional.
Hay mucho camino por andar, pero para fortuna de la ciudad y el futuro, tenemos ciudadanía dispuesta a recorrer la distancia que hay entre el desastre urbano y ambiental que padecemos y la ciudad que merecen nuestros hijos y nietos. Ánimo y adelante.
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