“El pasado está escrito en la memoria y el futuro presente en el deseo” (Carlos Fuentes).
Ya
ve usted cómo pasa el tiempo, tan rápido, tan sorpresivamente. Pues ya tenemos
200 años desde el fin de la guerra de independencia, que se refrenda en 1824
con la promulgación de la primera constitución federal.
Si, como dice el tango, 20 años no es nada, 200 son un nada incrementado, una extensión de las aspiraciones que se congelaron en el tiempo. Nos independizamos de España pero en el trayecto del siglo XIX al XXI reorientamos la dependencia a otra hegemonía, la del capital extranjero, incluido el español (Iberdrola, BBVA Bancomer, Santander, entre otras), que nos convierte en una nueva colonia de explotación.
La inversión extranjera directa privada tiene una estrella en el paseo de la fama neoliberal y ahora se entiende como algo que garantiza la viabilidad nacional, como si en México no hubiera grandes capitales que, incluso, figuran como generadores de empleos en otras naciones, pero parece que la función de nuestra iniciativa privada es la de servir a intereses ajenos, regatear impuestos y evadirlos en la primera oportunidad.
Resulta fácil imaginar qué tanta iniciativa pudiera haber tenido el sector privado sin el Fobaproa y si no se le hubiera dado a precio de remate Teléfonos de México, Televisa, Canal 13, los bancos y la cauda de empresas estatales que fueron privatizadas con el fin de “modernizarnos”, donde destacan obviamente las concesiones mineras, Pemex y CFE, por vía de las reformas a las leyes que abrieron las puertas al capital extranjero para tener todo o parte de los sectores estratégicos nacionales.
Aquí resulta imposible no traer a colación al sistema Conasupo, la red de mercados en favor de las clases populares, empresas como Diesel Nacional o Síntex, empresa mexicana líder mundial en la síntesis orgánica de hormonas esteriodales, entre otras que fueron liquidadas por la ola privatizadora.
Desde la segunda mitad de los años 70 y, sobre todo, a partir de los años 80 se desacreditan los supuestos del modelo de sustitución de importaciones y se liquida la salida económica soberana del país, en un extraño acatamiento a los impulsos de Estados Unidos y socios en favor del gran capital como beneficiario de la llamada globalización. Las políticas promovidas por presidente Ronald Reagan marcan la línea económica del mundo.
La renuncia al espacio de decisiones nacionales acaba con un mundo pluriparticular y da paso a la unipolaridad, al achaparramiento de las culturas, valores y tradiciones en aras de la uniformidad y la subordinación a un centro hegemónico que lo mismo financia al terrorismo y la delincuencia que anuncia iniciativas para combatirlos.
Ahora, las modas sociales, el lenguaje y las actitudes, incluso las leyes, están determinadas por las tendencias dominantes y lo que se decide en otras partes del mundo, particularmente las originadas en Estados Unidos y Europa Occidental.
Así pues, no tenemos conflictos armados que llaman al heroísmo patriótico, no se habla de nacionalismo ni de identidad cultural que hay que defender de las acechanzas del enemigo extranjero que ataca nuestras fronteras, ahora se habla de pactos y tratados comérciales y migratorios, de oportunidades de inversión, de alianzas estratégicas, de “megarregiones”, entre otras trampas semánticas que apenas cubren la verdadera cara de la dominación del capital por mecanismos que incluyen la transculturación, el menosprecio a la propia identidad nacional, a sus valores, costumbres y tradiciones.
Por más increíble que parezca, nos acostumbramos a ver como un logro el aumento en el ingreso nacional por concepto de remesas, siendo que las remesas son los envíos que hacen los trabajadores expulsados de su país por razones de pobreza y falta de oportunidades en sus lugares de origen. ¿Es un triunfo económico la pobreza?
Nos volvemos cínicos cuando en el discurso político figuran las prioridades que impone la agenda extranjera, y ajustamos nuestras leyes para dar satisfacción a lo que está de moda y es políticamente correcto más allá de nuestras fronteras.
A 200 años de la independencia formal del país, la transculturación celebra su avance y oportunidades de uniformar el criterio nacional al muy anodino pensamiento extranjero, con su pesada carga de trivialidad, su ausencia de autocrítica y su oportunismo enano.
Si celebramos la independencia de México, quizá lo hagamos en nombre y memoria de la posibilidad aún no llevada a cabo, de la esperanza del cambio auténtico, propio y verdadero, pero mientras no se recupere el espacio económico nacional y la soberanía política plena, habrá que conformarse con el folclor y la pirotecnia.
La situación es compleja aunque hay ciertos avances prometedores tras la larga y negra noche del neoliberalismo explícito; sin embargo, recordemos que si un país libre y soberano no protege sus valores familiares, su patrimonio material y cultural y deja que otros decidan el rumbo, deja de ser soberano.
Por lo que somos y lo que vendrá, ¡viva México!
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